El terremoto que viene

Con los últimos temblores en el mundo (Haití, Chile, China, Baja California, Guatemala, Ecuador, Afganistán, República Dominicana y Chile otra vez), y con la explosión del volcán en Islandia, las pláticas en oficinas, bares y restaurantes, entre amigos, familiares y conocidos, se han centrado en un tema: el terrible terremoto que asecha al Distrito Federal, la ciudad de mi vida adulta. Que si hay que correr a la calle o mejor subirse a los techos de los edificios; que si los sismos son matutinos y los temblores las prefieren rubias; que si tener como mascota a un perro entrenado o mejor ya no encariñarse con mascota alguna porque el fin está cerca. La plática con las personas más cercanas se ha vuelto un Apocalipsis porque además de las tragedias nacionales (el desempleo; los miles de muertos por la guerra; mi ciudad, Juárez, destrozada; la política sin futuro, etcétera), ahora hay que sumar a la discusión la posibilidad de una catástrofe.
Así las cosas, el fin de semana pasado llegué al súper por mi mandado ordinario. No tardé en descubrir un patrón: de cada cinco carritos formados, uno estaba influenciado por el olor de la emergencia: latas y latas de frijoles, latas y latas de sardina y atún; agua embotellada en garrafas de cuatro o 16 litros. O eso me imaginé. Me retiré de la línea porque me asaltó una pregunta: ¿y esos cuatro de enfrente y yo somos los únicos que no estamos tomando en serio las cosas? Como no escarmiento ni aprendo de mis errores, volví a los anaqueles. No sé si fue casualidad, pero no encontré alcohol y curitas. Busqué analgésicos y tampoco; del departamento de farmacias sólo me pude surtir de rastrillos y champú porque vitaminas y suplementos alimenticios tengo demasiados. Fui a verduras, y pues no, allí nada se puede almacenar; lo mismo que en panadería y en congelados. Pasé por las latas de atún y casi vomito. Vi de lejos las verduras encurtidas y se me hizo la piel chinita. ¿Qué me llevo?, pensé. Fue entonces que di con el departamento de vinos y licores. Había descuentos maravillosos en vinos tintos mexicanos (mis favoritos) y me traje unos San Lorenzo de Casa Madero y hasta unos boutique, de esos que confecciona con gran maestría mi amigo Hugo D’Acosta. Compré además unos Herradura blanco, y hasta me di el lujo de un Don Julio. A los perros les compré latas de mejor marca y unas carnazas.
Llegué a la casa con la sensación de que estaba listo para lo que viniera. Acomodé mi breve cava con cariño y el resto del súper igual. Y por primera vez desde que soy presa del miedo colectivo, me sentí un hombre sabio. Los perros y yo nos subimos a la azotea y me serví, generoso, un tequila largo; bajé al departamento por una lata de atún del año pasado, unas tostadas horneadas y un tomate en rebanadas. Ahora sí, ojalá que llegue el temblor -dije-, porque en este momento estoy realmente preparado.
No es que sea un miedoso y que me deje arrastrar así como así por el miedo. Gran parte de mi vida la he llevado al límite, y no me enorgullece: sólo les explico que así soy. Me molesta, eso sí, la idea de que pueda prevenir y que la negligencia me haga pasar malos ratos (o últimos malos ratos, con una ciudad derruida y sin tequilas).
Mis asuntos, sin embargo, están como quería: las latas de atún del año pasado casi se acaban, y hemos quedado, mis perros y yo, con una buena alacena con lo más indispensable. Me resisto a dormir en la azotea pero, ¿saben qué?, en últimas fechas llamo más a mis viejitos, veo más a mis amigos y disfruto subir a beber un tequila y a leer lo negro de la noche.
Usted haga lo que le dicte la prudencia frente a la amenaza. Yo, por mi parte, me siento preparado.

 
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